La Ley Audiovisual aprobada recientemente en el Congreso, su controvertida negociación, su polémico contenido, ha despertado, el eco de problemas tan complejos y vitales como las difíciles relaciones entre Arte y Cultura, por un lado, y política de Estado y Mercado, por otro.

En los Cursos de Verano de El Escorial, en agosto de 2006, cara al horizonte del cine español del momento, di una conferencia sobre la Excepción Cultural que abordaba el fondo de la cuestión. Me preguntaba entonces qué podía suceder si trasladábamos los términos de este debate sobre el Arte y la Cultura al campo del cine, es decir, al ejemplo que administradores y administrados consideraban como el más genuino de la llamada industria cultural.

Dieciséis años después, tenemos una respuesta precisa. Elevando a categoría de ley lo que ya entrañaba una instrumentalización política de la cultura, los peores presagios no solamente se han cumplido, sino que incluso han crecido hasta diseñar un horizonte aún más sombrío.

Ante este panorama, me ha parecido que podía ser oportuno reproducir aquí el texto de aquella conferencia, un poco para recordar de dónde venimos, y así poder medir a lo que hemos llegado.

LA EXCEPCION Y LA REGLA

“La excepción y la regla” es el título que sus organizadores han dado a este Curso que hoy comienza. Es también el que yo había previsto de antemano para esta intervención, el mismo que usé para encabezar el artículo que escribí para el libro “La excepción cultural”, editado hace ya un par de años por ADIRCE en colaboración con la Fundación Autor. Bajo dicho título, aquí, en jornadas sucesivas, se abordarán una serie de temas referidos sobre todo al cine español, una suerte de diagnóstico sobre el actual estado de su salud. Pero, al margen de la utilidad o acomodo circunstancial que se le quiera dar, la expresión que contiene se refiere –es preciso subrayarlo- a la Excepción Cultural, y más concretamente a la declaración que en 1994, en su película “JLG/JLG, autorretrato de diciembre”, hizo el cineasta Jean-Luc Godard.

De un modo resumido, Godard decía entonces lo siguiente: “Existe la regla y existe la excepción. La regla es la cultura; mejor dicho, hay cultura que constituye la regla, que forma parte de la regla. Y existe la excepción que constituye el arte, que forma parte del arte.”  Una estimación –la godardiana- que suscribo, y que introduce un punto de vista diferenciador, ya que en el debate que nos ocupa a la cultura se le ha colocado siempre del lado de la excepción, mientras que al arte solamente se le ha citado de pasada o se le ha dado entrada por la puerta de atrás.

De la naturaleza de la polémica suscitada da cuenta el hecho de que se haya centrado en el uso del término diversidad frente al término excepción. Que en la mayor parte de los acuerdos oficiales el primero se haya impuesto finalmente sobre el segundo resulta especialmente significativo. Porque se trata de una contraposición artificial, ya que la Excepción no ha sido ni puede ser otra cosa que el lógico reclamo de un instrumento legal mediante el cual preservar la existencia de una posible diversidad cultural.

Pero, en fin, a estas alturas es posible que más de uno tenga la impresión de que se trata de un tema que ha consumido ya su correspondiente cupo de actualidad, y que poco a poco se ha ido retirando de los grandes titulares para quedar como residuo de una reivindicación si no cumplida, sí al menos escuchada o atendida. Nada, sin embargo, más lejos de la realidad. Por eso mismo, quizás convenga aquí hacer un pequeño repaso a la historia, al par que nos preguntamos qué clase de cultura es ésta que nos traemos entre manos, de qué está hecha, cómo y por dónde respira.

Puede decirse que el debate sobre la Excepción cultural comenzó, al menos de una manera formal, en septiembre de 1988, cuando, dirigida a la opinión pública y las instituciones de la Europa comunitaria, la Declaración de Delfos constituyó una llamada de atención sobre el estado de la cultura en el ámbito del Audiovisual. Era, todo hay que decirlo, una llamada en cierto modo tardía, que trataba de despertar en la política del momento una sensibilidad adormecida. En ella existía un indudable acento de verdad, la exposición de una necesidad urgente (recordemos su artículo número dos: “Las leyes, los ordenamientos nacionales y europeos, salvaguardaran mediante sistemas de ayuda financieras, cuotas y protección de la difusión, las identidades culturales y lingüísticas.”), o lo que es igual, el eco de un problema de graves dimensiones: la limitación de los derechos fundamentales de libertad de creación, elección y expresión.

Desde entonces hasta hoy, han pasado casi dieciocho años y los síntomas del problema no han hecho otra cosa que agudizarse al compás de la mundialización liberal. Un nuevo tipo de capitalismo, esencialmente financiero, basado en la especulación, ha entrado en escena suscitando un conflicto de hondas proporciones entre el Mercado y el Estado, el sector privado y los servicios públicos.

Convertida en la industria pesada de nuestro tiempo, al amparo de los nuevos cambios tecnológicos la comunicación muestra un afán de expansión poco menos que insaciable. De ahí que la denominada gran Trinidad globalizadora -Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial y Organización Mundial del Comercio-, ejerza una presión constante sobre los gobiernos para que reformen las leyes que ponen obstáculos a las concentraciones o impiden la constitución de monopolios. Semejante presión, limitando el derecho de los Estados, tiene como uno de sus objetivos principales el desmantelamiento de las políticas culturales

No es extraño, por tanto, que, en un tiempo aún no lejano, la Excepción Cultural fuera objeto de una intensa polémica en los medios de comunicación, sin duda como consecuencia del decidido alegato a su favor, declarándolo tema prioritario, en consonancia con el contenido del programa electoral del PSOE, con que se estrenó la actual titular del Ministerio de Cultura, además de su inclusión en el discurso de investidura del Presidente de Gobierno. Aunque a menudo se ha enjuiciado desde una perspectiva simplificadora -en unos casos, para negarla o ridiculizarla; en otros, para, aun defendiéndola, no entrando a considerar algunos de sus rasgos más determinantes-  no hay duda de que el debate puso una vez más sobre la mesa problemas tan complejos como las difíciles relaciones entre Arte y Cultura, por un lado, y política de Estado y Mercado, por otro.

La defensa de la Excepción Cultural sostiene que la cultura no es en esencia una mercancía y, por tanto, debe excluirse del tráfico de bienes y servicios impulsado por la Organización Mundial de Comercio. Una OMC que, por un lado, prohíbe a sus Estados miembros la elaboración de políticas particulares de ayuda y protección a sus culturas nacionales y locales; y, por otro, paradójicamente, en nombre de la libertad de comercio, facilita la ocupación del mercado por bienes pertenecientes a un conjunto de empresas trasnacionales, procedentes sobre todo de un solo país (Estados Unidos de Norteamérica),  propiciando así la imposición de una cultura y un pensamiento únicos.

Dos son los principales argumentos esgrimidos desde la ideología neoliberal en contra de la Excepción Cultural: el primero, que, siendo el Mercado el mejor regulador deseable para la circulación de bienes, ninguna excepción debe haber a la regla del libre comercio; el segundo, que cualquier intervención proteccionista de los gobiernos en la cultura tiende a privilegiar la que favorece sus intereses, contradiciendo así el principio de libertad por el cual la cultura nunca debe ser controlada por el Estado. Pero si preocupantes pueden llegar a ser los efectos del intervencionismo estatal –entre otros, el peligro de una cultura si no oficial, al menos institucional-, más preocupantes aún resultan los que se derivan de la acumulación de poder y riqueza elevada a categoría absoluta, impuesta desde una ideología que presenta como una fatalidad la absorción por el mercado de la inmensa mayoría de las actividades humanas.

El espíritu neoliberal se siente embargado por el más grande de los sueños totalitarios. Un poco a la manera del doctor Frankenstein, anhela la invención de una criatura con apariencia humana, vaciada de cultura -es decir, de conciencia del otro-, fabricada con los despojos de aquellos a quienes la Ilustración denominó ciudadanos, capaz de configurar un modelo de consumidor apto para ser impuesto a escala planetaria. No es extraño, por tanto, que se haya dicho que el neoliberalismo ha cambiado la naturaleza esencial de la política, situándola al borde mismo de la extinción.

¿Cuál es entonces la grave cuestión que suscita esta nueva coyuntura histórica? Sencillamente, que el poder financiero está ahora en condiciones de dictar sus leyes a los Estados, de tal modo que existe un divorcio cada vez más profundo entre la lógica del mercado y la de las democracias parlamentarias.

Un síntoma, entre otros muchos, de este proceso sería el que algunos analistas vienen desde hace tiempo señalando: la crisis de cómo ha de entenderse la política cultural dentro de unas democracias que tienen a la economía como la dimensión principal, desprovistas de respuestas sociales válidas en este orden, entregadas, apenas sin paliativos, a las leyes del mercado. De ahí que no baste con proclamar que la cultura no es una mercancía si no se especifica, como corolario, qué noción de cultura se  defiende.

En este sentido, basta leer los programas de nuestros dos partidos mayoritarios para darse cuenta de que muestran, en líneas generales, una parecida concepción tecnocrática y utilitarista de la cultura. Ambos hablan de industria o producción cultural, de la creatividad como materia prima de la misma, de la cultura como incentivo turístico, espectáculo y ocio; es decir, de una cultura desprovista de cualidades transformadoras, de capacidad revulsiva y, lo que es aún más grave, despojada de sus raíces artísticas. Porque la crisis no se puede entender en su más honda dimensión si no se tiene en cuenta este hecho crucial: la presente disolución del arte dentro de una cultura muda, festiva o decorativa, o lo que es igual, doméstica.

Consecuencia de todo ello es la cada vez más generalizada instrumentalización política de la cultura. Su conversión en espectáculo implica la liquidación de todo tipo de enseñanza, un efecto socialmente gravísimo dado que política y escuela, democracia y educación, han sido tradicionalmente el núcleo principal del proyecto ilustrado de la vida civil moderna.

El neoliberalismo supone una poderosa máquina de destrucción de comunidad y lenguaje, de mirada, de habla, de contacto, y por lo tanto de verdadero saber. Su acción dominante tiende a igualar hoy progresivamente todos los productos de la Cultura y el Espectáculo. Y ¿qué es la sociedad del Espectáculo? Aquella en la que –como ya anunciaron en su día los situacionistas- todas las identidades sociales se han disuelto, en la que todo lo que durante siglos ha constituido el esplendor y la miseria de las generaciones que se han sucedido sobre la tierra ha perdido ya cualquier  significado.

Semejante situación demuestra palpablemente que el capitalismo – como ha escrito Giorgio Agamben- “no estaba orientado sólo a la expropiación de la actividad productiva, sino también, y sobre todo, a la alienación del lenguaje mismo, de la misma naturaleza lingüística y comunicativa del hombre, de aquel logos que Heraclito identifica con lo Común. La forma extrema de esta expropiación de lo Común es –insisto-  el espectáculo, es decir, la política en la que vivimos.

Es dentro de este contexto donde cabe cuestionar la idea que, desde los poderes públicos, se nos quiere vender al imponer y difundir el término de diversidad cultural. Porque es ya más que probable que esa diversidad no pase de ser una ficción, algo que realmente no existe. O lo que es igual: una especie de fantasía puesta en circulación a fin de sostener el imperio de una cultura única.

A lo largo de estos últimos treinta años, el modelo europeo de cultura ha sufrido una completa modificación de su función social. Su tradicional autonomía, su existencia utópica o crítica, ha sido hoy trasladada a un espacio homologado por la función que toda mercancía tiene, en el cual todas los creaciones son convertidas en productos regidos por una lógica que los sitúa en el sistema de distribución y consumo correspondiente.

Comprendemos entonces lo que Jean-Luc Godard quería decir cuando hablaba del arte como la excepción verdadera. Con ello no hacía otra cosa que reconocer un hecho puntual: que los valores del arte han dejado de estar en el centro de la civilización occidental; si, además, en la actual coyuntura, quedaran fuera del debate político eso significaría que el liberalismo ha ganado ya, definitivamente, la batalla. Y las consecuencias –lo estamos ya viendo, día a día- no podrían ser más graves, en la medida que el arte ha sido, desde la aurora de nuestra civilización, el origen de todo conocimiento posible, el estrato primero de la apertura al mundo.

Se sabe que desde la prehistoria los lugares donde se manifestó el arte eran radicalmente distintos de los lugares de trabajo. Porque el ser humano no nació sólo del trabajo; es más,  llegó a ser realmente “humano” gracias al acceso a esa área del gasto improductivo. O lo que es igual,  del arte en tanto que excede toda función utilitaria. Si el arte hubiese estado gobernado por la reglas de la economía, las pinturas de Lascaux o Altamira no hubieran existido jamás.

Conviene recordar que, a lo largo de la mayor parte de la historia, la subordinación del arte a la economía ha sido una excepción y su relativa autonomía, por el contrario, ha constituido la regla. El punto de inflexión, en este orden, se produjo en Occidente a mediados del siglo XIX. Fue en ese tiempo donde brotaron las primeras señales del divorcio entre los valores dominantes de la sociedad –la economía, la productividad, el beneficio- y la creación artística. La reacción de los artistas no se hizo esperar: reivindicaron cada vez más su autonomía, su voluntad de no obedecer a otros valores que a los del arte mismo. Este debate esencial recorrió los movimientos artísticos más importantes del siglo XX, aquellos que cultivaron la utopía de una revolución social capaz de superar la división en clases, pero sobre todo de disolver el tormento de la conciencia individual en el horizonte de la esperanza de un mundo nuevo.

El fracaso en la práctica de este género de utopía trajo unas consecuencias que se dejan sentir en nuestro presente. Ya en los años cincuenta del siglo pasado, Adorno apuntó con lucidez el riesgo de disolución del arte en la industria del entretenimiento, una alternativa que veía imponerse en Estados Unidos, y que ajustada al mecanismo capitalista de la oferta y la demanda empezaba entonces a promover, adaptados a los gustos de la gran mayoría, los denominados “productos culturales”. Dichos productos hoy ocupan un lugar dominante en el Mercado, de tal modo que la palabra cultura quizás ya no designe otra cosa que el proceso consistente en asfixiar el arte (con lo que éste supone de invención, pensamiento, aventura, perturbación del orden establecido, inconformismo) en el universo normalizado de la comunicación y el espectáculo.

En definitiva, cabe afirmar que los Medias son la única cultura de hoy. Conforman lo que se conoce como Cultura de Masas, cultura en el sentido que la entienden la inmensa mayoría de los políticos, algo que alimenta los estómagos de la gente, que llena sus ojos.  O lo que es igual: cultura del entretenimiento. No existe, hoy por hoy, otro modelo. Y su expansión resulta, día a día, más vertiginosa. Lo corrobora el hecho de que, en los últimos tiempos, utilizando mecanismos de concentración, la empresas mediáticas hayan ido conformado grupos capaces de integrar a todos los medios de comunicación conocidos, de tal modo que todos los movimientos de la denominada Cultura de Masas pasan a través de sus redes. El resultado es que ya no hay autonomía posible. Cultura, comunicación e información forman parte de un cuerpo único, de proporciones gigantescas, que se extiende a escala planetaria y donde todos los mensajes se entremezclan.

La única resistencia contra esta cultura que se nos impone tiene que venir de sus propias entrañas. Implica volvernos contra nosotros mismos ejerciendo la facultad de la negación; implica igualmente, por parte del arte, la asunción de su propio acabamiento. Sin olvidar algo que resulta tan urgente como esencial, y es que la teoría crítica de la sociedad actual debe plantearse y organizarse sobre un sujeto histórico esencialmente nuevo.

Hasta aquí unas consideraciones de carácter general que quizás puedan servir de pórtico al análisis, más concreto y pormenorizado, que mis compañeros de curso van a realizar acerca de algunos de los problemas del cine español en el momento presente. Un análisis que, me imagino, responde o puede responder, entre otras, a la siguiente pregunta: “¿Qué sucede cuando trasladamos los términos de este debate sobre el Arte y la Cultura al campo del cine, es decir, al ejemplo que administradores y administrados consideran como el más genuino de la llamada industria cultural?”

 

Víctor Erice

Cursos de Verano. El Escorial,

Agosto, 2006