“HOC OPUS, HIC LABOR EST” (*)

 

(“Esta la obra, aquí el trabajo.”)

 

 

Con Jean-Luc Godard (1930-2022) desaparece el que ha sido uno de los últimos grandes directores de la historia del cine. Grande en el mismo sentido -sin que ello signifique necesariamente igualar su valor- que lo fueron, por ejemplo, Eisenstein o Murnau, cuyas creaciones no sólo expresan el arte cinematográfico sino que a la vez, en un mismo movimiento, establecen su teoría.

Respirando intensamente el aire de su tiempo, animada por un afán enciclopedista que busca la integración de las formas estéticas más conocidas, la obra de Godard recorre, a través de la cita literal o la evocación, la Historia del Cine desde sus orígenes hasta nuestros días. De ahí el carácter totalizador de la misma, su comparación -un tanto tópica, pero fundada- con la de Picasso en la Historia de la Pintura. Por ello, no es aventurado afirmar que, en épocas futuras, cuando los estudiosos de cualquier especie y lugar pretendan conocer algunas de las pasiones que han consumido al hombre occidental en la segunda mitad del siglo XX, las películas de este cineasta solitario, sin escuela ni descendencia verdaderas, constituirán un valioso testimonio. Testimonio de un memorialista antes que de un historiador, pero, sobre todo, de un poeta que se ha resistido a separar el arte de la investigación.

Prendido en el reflejo de la vida contemporánea (es el único director del grupo de la revista “Cahiers du Cinéma” -Eric Rohmer, Jacques Rivette, Claude Chabrol, François Truffaut, – que nunca ha filmado el pasado), ejemplo durante unos años de autor engagé, Godard ha experimentado en carne propia las convulsiones sociales de su época, y de manera especial las consecuencias del naufragio de las utopías. Si algo puede definir el conjunto de su trayectoria es el hecho de haber sido uno de los protagonistas de la Modernidad, sin duda quien más y mejor la ha encarnado. Adelantado de una generación que ha creído, como ninguna otra, que el cine era el arte del siglo XX, ha tenido la valentía de pensar que una película podía abarcar todas las historias, integrar todas las ideas sin someterse a corsé de ningún género. Sólo ha rodado lo que ha sentido, sin miedo ni autocensuras de ningún tipo, explorando el territorio del cine en todas las direcciones. Ha pagado, por ello, más de un precio: entre otros, ser sujeto permanente de polémica, ver constantemente balancearse sus obras entre la exaltación y el rechazo crítico más absolutos, primero; entre la descalificación y el silencio, más o menos generalizados, después.

Pero Godard ha seguido su camino, el que iniciara en el umbral de los años sesenta, cuando el cine atravesaba una doble crisis, industrial y artística: por un lado, la derivada de su, casi recién inaugurada, competencia con la televisión; por otro, la suscitada por el cuestionamiento del sistema clásico de representación. Asumiendo el núcleo central de las teorías de André Bazin, en particular la que definía el realismo ontológico de la imagen cinematográfica, y mirándose en el espejo de las películas de Roberto Rossellini (”La lettre sur Rossellini”, publicada por Rivette en 1955, poseía, a este respecto, un carácter evidente de manifiesto generacional), el propósito inicial de los directores surgidos de las páginas de “Cahiers” no fue otro que devolver a la imagen cinematográfica su naturaleza esencial, despojándola de lo ornamental y lo superfluo.

En el sempiterno debate entre los medios y los fines, la actitud de Rossellini contenía una enseñanza muy valiosa: no era sólo cuestión de manifestar una idea nueva, sino también de saber cómo encarnarla. Si se consideraba necesario y urgente renovar el cine, había que empezar por cambiar la forma de hacerlo. Godard ha recordado esta exigencia reconociendo que fue precisamente a raíz de ver “Te querré siempre” (“Viaggio in Italia”, 1953, enunciada por él en estos términos: “Una mujer, un hombre y un coche”), cuando empezó a considerar la posibilidad de rodar como algo a su alcance.

Rossellini fue el primer cineasta que llegó a la conclusión de que, cualquiera que sea la ficción que pueda contener, una película es siempre el documental de su propio rodaje. No hay ejemplo mejor de esta intuición que “Viaggio in Italia”, y en particular la secuencia memorable en la cual sus dos protagonistas, el matrimonio Joyce (Ingrid Bergman y George Sanders), visitan las ruinas de Pompeya descubriendo -¿milagro del azar?- la huella de los cuerpos petrificados, fundidos en un abrazo, de un hombre y una mujer. Momento epifánico de una intensidad fuera de lo común, que parece brotar espontáneamente de entre las imágenes. Y así era, en efecto. La mencionada secuencia aparecía citada por Rossellini en las cinco hojas escritas a mano, en el Hotel Excelsior de Nápoles, a instancias de un angustiado Marcello d’Amico, director de produccción de la película, que resumían el plan de trabajo en una sola frase: “Pompei: farsi dire dove si lavora”.  Rossellini no necesitaba más, entre otras cosas porque en ese tiempo se estaba dedicando, sobre todo, a filmar su propia vida. Provisto de una breve sinopsis, escribía las escenas y diálogos día a día, a tenor de los hallazgos que el rodaje le iba proporcionando. En definitiva, su método -que no pocos profesionales interpretaron de un modo muy negativo- nada tenía que ver con el desorden o el amateurismo, únicamente suponía otra manera de trabajar, completamente distinta a la institucionalizada por el cine de Hollywood. Aplicado a un arte del esbozo, que hacía del despojamiento su principal rasgo, el estilo rosselliniano renunciaba a expresar o verificar una verdad ya sabida de antemano, depositada por lo general en las páginas de un guión. No se trataba ya, batuta en mano, de dirigir con más o menos maestría una partitura, sino de someterla a la prueba de la realidad, convirtiéndose en un atento observador. Utilizando el cine como medio de conocimiento, y experimentando el rodaje como momento crucial de la realización, su objetivo era capturar una verdad desconocida; más aún, revelarla.

Si examinamos atentamente su deriva, por extraviada que pueda parecer en algunas ocasiones, advertiremos que Godard no ha hecho otra cosa que asumir y prolongar las enseñanzas de Rossellini, incluidas las que se desprenden de sus trabajos para la televisión, adaptándolas a sus propias circunstancias, y constituyéndose en su principal heredero. Su imagen -de la que más de un testigo ha dado noticia, perteneciente a su primera época como director- sentado en una estación del Metro de París, escribiendo en un cuaderno los diálogos de su película una hora antes de comenzar a rodar, ilustra de forma bien expresiva esta filiación. En cualquier caso, esa dialéctica constante entre documento y ficción (“Parto -ha dicho- más bien del documental para darle la verdad de la ficción“), no sólo ha marcado de forma sustantiva todo el conjunto de su obra, sino que ha constituído una de las fuentes de su originalidad pasada y presente. Porque cuarenta años después de la aparición de “A bout de souffle” (1959), Godard continúa dándonos pruebas de su fértil vitalidad.

En estos tiempos presididos a partes iguales por el culto del olvido o la ignorancia, Godard ha tenido el mérito de recordarnos la capacidad del cinematógrafo para pensar el mundo -acaso tal como lo soñara Louis Lumière, ese padre inventor prontamente decepcionado por el rumbo de la vida de su criatura-, demostrando, gracias al vídeo, que se puede contar la historia del siglo XX mediante fragmentos de películas. Durante una década, de una fosa común, un poco a la manera del doctor Frankenstein, ha ido extrayendo con paciencia, hasta formar con ellas un cuerpo único, las imágenes de un arte que a veces se diría en vías de desaparición, y las de un siglo  hoy extinguido. Convertidas, a través de la sobreimpresión, en una enorme fantasmagoría, desfilan ante nuestros ojos, como si de cadáveres vivientes se tratara, en “Histoire (s) de Cinéma” (1988-1998), culminación de un largo proceso de conocimiento, obra monumental dividida en ocho capítulos, mezcla de oración fúnebre, relato introspectivo y ensayo, que finalmente se nos ofrece transfigurada en poema.

Si ya en 1980 Godard declaraba “Yo existo más como imagen que como ser real, puesto que mi única vida se halla en trance de agotarse” ¿qué pensar, entonces, de estas “Histoire (s)”, atravesadas por la melancolía? ¿Se trata solamente de un último acto de resistencia (“El cine -ha dicho- hoy ya no permite resistir, la poesía sí.”), de un balance y una despedida, o también de una nueva forma de abordar la praxis del cine, como si a éste ya no le quedara más, como soporte donde impresionar el trazo de la imagen, que el eco de su propia historia? ¿Desaparición del sujeto protagonista en la epifanía del lenguaje o bien su afirmación postrera entregado a la tarea de escribir su propio epitafio? Estos son algunos de los interrogantes mayores que la visión de esta obra apasionante, conmovedora, suscita. Si bien el autor no nos desvela el enigma, es cierto que emite las señales suficientes para que podamos percibir una cosa: que, en el fondo, esas imágenes, junto con los sonidos y las músicas que las acompañan, dibujan  el retrato de un hijo del siglo. Así, en  los últimos planos de “Histoire (s) de Cinéma”, ocupando toda la pantalla, bajo la inscripción “Usine de rêve”, Godard une su propia imagen a la de una flor mientras, traducidas al idioma de su infancia, su voz recoge el eco de las palabras de un ciego (Jorge Luis Borges): “…si/ un homme/ traversait/ le paradis/ en songe/ qu’il reçût une fleur/ comme preuve/ de son passage/ et qu’à son réveil/ il trouvât/ cette fleur/ dans ses mains/ que dire/ alors/ j’étais/ cet homme…” (**).

Víctor Erice

Febrero, 1999.

Septiembre, 2022

 

(*).- Comienzo de hexámetro latino que abre el primer capítulo de “Histoire (s) du  Cinéma”,  y que procede del libro VI de “La  Eneida”.

(**).- «Si un hombre atravesara el paraíso en un sueño y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… Entonces ¿qué decir? Yo era ese hombre.»